Nada es lo que parece. Pero es más triste cuando la historia devuelve a personajes del todo desvirtuados. Julio Romero de Torres leía a Trotsky y a Lenin en los últimos días de su vida, según contaron sus amigos. El día de su entierro, la Casa del Pueblo de Córdoba convocó a los trabajadores para que
fueran al funeral “con el honroso uniforme obrero”. El pintor murió en mayo de 1930 rodeado de su familia -de clase alta, culta y preocupada por lo social- sin ni siquiera conocer la II República. Pero todo eso dio igual. El régimen franquista se adueñó de su figura y su iconografía por el mero hecho del tipismo que emitían sus pinturas religiosas, flamencas y taurinas. Por eso muchos denigraron su figura y por eso el presente merece situarlo dónde le corresponde, tanto en el arte como en la intelectualidad.
La realidad es que el ahora no hace demasiado por repararlo y parece seguir apostando por resistir en la letra del pasodoble. Pero hay quien se rebela. Detrás de los ojos negros, las mujeres de Romero no son sólo mujeres, como dice la profesora Estrella de Diego. Son el símbolo de un país y de una ciudad. Son mujeres de carácter orientalizante, como tantas cosas en el arte cordobés, que conectan al pintor con Europa. No es casual que “Las señoritas de Avignon” de Picasso y “Las vividoras del amor” de Romero, unan ambas trayectorias. A Julio le interesaba el punto de vista y la concepción del mundo de sus personajes. Y supo poner al espectador en lo que hay detrás de esos ojos.
Por eso echo en falta más niveles de lectura en su reinaugurado museo. Más policromía en el relato del pintor. Que el atrevimiento del “rojo Caravaggio” de sus paredes hubiese impregnado también su contenido museográfico y ayudase a desmontar la proyección de la falsa imagen que posee Romero de Torres. Creo que todo ello es posible sin que Julio deje de ser un pintor del pueblo y para el pueblo.
