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Un príncipe omeya

 

Muñoz Molina: “La delictiva catedral incrustada en ella [la Mezquita] desfigura y oscurece irreparablemente su espacio y abunda en la peor escoria de las imaginerías barrocas, como si el único propósito de quienes la construyeron hubiera sido escarnecer la convicción islámica de que la divinidad no puede ser representada sin sacrilegio”

En 1989, muy lejos aún de convertirse en Príncipe de Asturias de las Letras, Antonio Muñoz Molina caminó, leyó y se entusiasmó hasta la intoxicación durante varios meses en Córdoba. Una ciudad “para mí muy querida, pero (entonces) poco familiar”, escribió años después. El editor Rafael Borrás le había propuesto participar en la colección de la editorial Planeta “Ciudades en la Historia” con una obra sobre la Córdoba de mil años atrás, y aunque el escritor se resistió al principio, acabó publicando ‘Córdoba de los omeyas’ en una época en la que aún se sabía poco sobre Al-Andalus.

En 2007, Muñoz Molina volvió a la Córdoba de las palmeras, los granados y el azahar para presentar una lujosa reedición de un ensayo que había llegado a ser tan popular en la ciudad, que muchos lo habían perdido tras prestarlo una vez descatalogado. Con la humildad y esa calma de hombre de campo que siempre lo acompaña, explicó en el Alcázar cordobés su “salto al vacío” al aceptar aquel encargo y el “exceso de literatura y romanticismo” que notaba al releer esta obra que recorre la historia de la ciudad desde el siglo VIII hasta el XI a través de nueve capítulos sobre Hombres venidos de la tierra o del cielo. En ella, compara al primer Abd al-Rahman con un Simbad clandestino o un Ulises que deberá inventarse una patria simétrica porque la suya le fue prohibida para siempre. Y describe Córdoba como un laberinto mestizo en donde ni siquiera la aristocracia más altiva puede alardear de limpieza de sangre.

Recuerdo al escritor aquella feliz tarde de hace seis años paseando por los jardines del Alcázar, rodeado por su familia y por Luis Molina Jiménez, quien fue su profesor en Úbeda y a quien está dedicada esta obra que deja la más exacta definición de la catedral cordobesa que jamás haya leído: “La delictiva catedral incrustada en ella [la Mezquita] desfigura y oscurece irreparablemente su espacio y abunda en la peor escoria de las imaginerías barrocas, como si el único propósito de quienes la construyeron hubiera sido escarnecer la convicción islámica de que la divinidad no puede ser representada sin sacrilegio”.

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