
Maquillaje, rímel, uñas postizas, moldeador y pasador en el pelo, botas de tacón y un poncho de Manila multicolor, que recordaba a su admirada Chavela, para poner en escena una primera parte llena de boleros y baladas apasionadas. Aunque daba igual el género, todo lo que tocó lo convirtió en copla. Ahí estuvo “Tengo miedo” que levantó al público en emocionada ovación a la segunda canción porque no se puede cantar mejor. Lo de Falete no es ninguna broma y verlo sobre un escenario es comprobar que la copla es la verdad de la vida. Al menos de la suya. Él se cree lo que canta, lo que cuenta y lo que interpreta, convirtiendo cada tema en micro-óperas flamencas, en autobiografías de tres minutos. Se da golpes en el pecho depilado, mueve el abanico, mira a los ojos de la platea y se quita el micro de la boca para cantarle a pelo al teatro al aire libre con un torrente que llega a la cima de la Colina de los Quemados. Sin trampa ni cartón, Falete es lo que parece. Una diva de la copla que innova sin intentarlo desde el flamenco queer con Lola Flores, Rocío Jurado y Bambino como dioses de su tablao de la gloria.
“¡Pareces una mora de Córdoba!”, le gritó otra del respetable en el primer cambio de vestuario, cuando apareció Falete de rojo con lentejuelas. Mientras tanto, nos había bailado un talentazo joven llamado José María Viñas y tras él, el cantante siguió con sus amores y penas “de las güenas”, dedicándole cariño a su anfitrión en Córdoba, el maestro Mondejar y desmigando un repertorio que acudió muy poco a sus discos. Con “empaque de emperaora” se despidió de negro con “Ay pena, penita, pena”, deconstruyendo ese microcosmos tan auténtico de pluma gitana y grandeza absoluta.