Me reconozco en esa corriente de apego al hiperrrealismo que ha dominado España a diferencia de otros países
Hace unos años una encuesta realizada entre libreros colocó a la ciencia-ficción como el género más odiado por los españoles. Reconocí entonces que tenía mucho que ver con esa seña identitaria, no porque el género despertara en mí odio, un sentimiento demasiado grueso y oscuro, sino por simple desinterés. Siempre lo encontré “demasiado masculino” y, prejuicios aparte, me reconozco en esa corriente de apego al hiperrrealismo que ha dominado España a diferencia de otros países. La Universidad de Córdoba y algunos de sus científicos vinieron a darme el golpe que necesitaba mi cabeza, gracias al ciclo Cienciaficcionados .
Desde hace tres temporadas la UCO celebra esta especie de club de lectura protagonizado por un libro de ciencia-ficción y un profesor/a experto/a en alguna de las materias de la novela de turno. Hemos leído Frankenstein y la hemos diseccionado con un genetista; 1984 le tocó a un filósofo, Solaris a un químico o Viaje al centro de la tierra a un agrónomo. Hoy, día del libro, se cierra el tercer año del ciclo -en El Astronauta- con Un mundo feliz del gran Aldous Huxley, en conversación con el catedrático de biología celular Francisco Gracia.
Que la vida haya puesto en mis manos nuevas ventanas a utopías y distopías me ha brindado mirar muchas cosas de otro modo. Para empezar, a entender mejor la realidad porque el género puede llegar a ser una gran metáfora de lo que nos rodea. También ha servido para reconciliarme con la ciencia –en este país de tradición anticientífica– y dejar de separarla de “las letras”. Por ello aplaudo su gran labor de divulgación científica sin que a nadie se le caigan los anillos. La última enseñanza me la dio la profesora de genética Carmen Michán, quien dijo que el ser humano se encuentra en constante cambio empezando por sus células. Así que también deben cambiar sus prejuicios. Una pequeña victoria.