ESTRANGULADOS
Había una vez un grupo de rock cordobés llamado Corazones Estrangulados. Apareció a finales de los 80 -lo formaba la andrógina voz de Eva Riquelme, el talento de Yonka Zarco y la batería de Ramón Medina, entre otros- que desapareció a mitad de los 90 por cosas de la vida. Ella, reconvertida en escultora, acabó perpetrando en Toronto la mayor estatua dedicada a Juan Pablo II en el urbi et orbi. No me pregunten por qué. Otras guitarras me han llevado estos días a sus canciones, viajando hasta una Córdoba, la del 89, en la que he recordado más cines, los mismos teatros y más salas de conciertos que en la ciudad del ahora.
En cuanto a los conciertos, clama al cielo que la llamada de un vecino a la policía quejándose de cualquier ruido excepto del de una banda de cornetas y tambores, acabe de un plumazo con la programación de cualquier sala del casco urbano. Ahora más que nunca la música y la ficción tienen más sentido que la propia realidad. El refugio del estrangulamiento se encuentra en las bibliotecas donde, con recortes de horario y sin libros nuevos, siguen dispensando vida. Desde allí clama con voz resonante el sofisma de Vicente Núñez: “Bendita seas, pobreza, que haces posible la sabiduría”.
FILANTROPÍA
Existen ciudades con orquesta y ciudades sin melodía. Córdoba siempre sonó a silencio, tan nocturno y encalado como cómplice y cobarde. El progreso lo acalló en parte gracias a lo que nos trajo la Expo: el AVE y una Orquesta. Era la época en la que se configuraba el mapa sinfónico andaluz con dos grandes orquestas -Sevilla y Málaga- y dos medianas -Granada y Córdoba-. La nuestra fue la cuarta en engancharse entonces y, 20 años después, lucha por sobrevivir sabiéndose el eslabón más débil, la más desprotegida de las cuatro andaluzas a causa de lo público y de lo privado.
LA COLMENA (2)
Decíamos ayer, a propósito del edificio antes conocido como C4, que los ambiciosos proyectos del pasado ahora requieren de más imaginación, innovación y de una vuelta a la base. Y es que no hay mal que por bien no venga. Con esta filosofía genérica, aunque también con un chaparrón de euros, se comenzó a construir el edificio de Nieto y Sobejano a la orilla del Guadalquivir con la feliz idea de que entre sus paredes ocurriese una revolución artística: convertirlo en un laboratorio colaborativo reflejo de la complejidad estética actual. Algo en la línea con lo que reivindicaba el artista alemán Joseph Beuys con su teoría de la soziale plastik, en la que “todo hombre es un artista”.